IDENTIDADES
Por Salva Alberola 28/11/2018
Una chica sin nombre esperaba en la parada del autobús. Vestía un largo abrigo negro que rozaba sus tobillos ocultos a los ojos extraños. Los suyos permanecían escondidos tras unas gafas de Lolita y trataba de encender un pitillo fino como sus manos de dedos temblorosos. La enjuta llama iluminó por un momento su rostro, que parecía venido de un funeral celebrado en los campos de más allá, al norte, donde probablemente todavía caía una película de lluvia sin un final anunciado.
Un hombre vestido de traje beige se le aproximaba y ya desde lontananza había clavado sus pupilas en los cristales de Lolita, intentando atravesarlos por primera vez. Sus manos también temblaban, presas del vívido recuerdo de una carta que había olvidado redactar. Sentía en las yemas de los dedos el cálido y rugoso tacto de las teclas de la máquina de escribir; unas gotas de licor fuerte atrapadas en su desaliñado bigote, intentando pasar allí una eternidad sin verterse ni desvanecerse.
La chica miró de soslayo sus andares ya cercanos, deseando tener un buen libro para que su música se solapara con la del viento, que traía consigo un mundo grisáceo que pretendía olvidar. El lugar exacto del funeral y el paradero de la carta nonata eran misterios insondables, pero a lo pronto los suspiros de ambos se hacían compañía en la estación sin nombre. Que las identidades se hubieran perdido en algún lugar del espacio y el tiempo no importaba en absoluto, porque al fin se habían reencontrado por primera vez y después de tanto tiempo.
Comenzó a llover y él sacó el paraguas para que el pitillo de la chica no muriera antes de que se extinguiera a causa del tiempo que les contenía.
Tras unas cuantas caladas aplastó la colilla con el tacón de su botín derecho cuando el rugido del autobús les alcanzaba, y subieron juntos a aquel ataúd mecanizado cuyo traqueteo les llevaría hasta los campos y las montañas para poder celebrar la expiración de unas carcajadas; el eco aún resonando en un cielo que anunciaba el segundo acto de aquella película que nunca terminaba.
Al apearse ambos sus suelas quedaron clavadas a la alfombra de hierbajos ralos y amarillentos que los conduciría a un nuevo lugar sin nombre. Todo lo que a ellos dos les importaba, en aquel momento, carecía de identidad. El sol volvía a escupir lazos de fuego que los abrazaron de inmediato. La chica sin nombre se libró de las gafas de sol y entonces los dedos del hombre trajeado recordaron, de súbito, todas las frases de la carta que les escribiría, solo a ellos, porque allí descubrió por primera vez cuál era su identidad.